Había empezado a mirarte de espaldas, a decirte que tengo ojitos en la nuca, pues en la nuca nunca tuve más que andares de cabellos y una que otra rascada producto de algún malévolo piojo infernal, apodado, contra almirante piojo.
La manera más extraña de comenzar una historia y la más irrisoria. Eran, casi, las doce de la noche, estaba cayendo del pesado sueño y cansancio del día. Sonó el teléfono, imaginé trágicamente la lluvia, todo a blanco y negro. Una voz ronca, la más ronca del mundo me abordó diciéndome: “hoy tomaste café conmigo, hoy te sentaste a mi lado y pediste un cigarrillo, para con tu aliento dibujara acordeones de humo, bocanada tras bocanada. Hoy pediste, al camarero, que te traiga las más trágicas noticias, hoy cruzaste un pie tras otro, descansando uno del otro”. Luego, un sonido perpetuo me despertó de aquél remenber que me había traído, tu voz ronca, más ronca que nunca. Me senté al filo de mi cama, procurando no arruinar nada de los recuerdos intactos de tu voz ronca más ronca que todo el mundo. Quise ponerme de pie, pero el teléfono me volvió a exaltar con su típico sonido. Eras tú, otra vez. “Te espero en aquel árbol, perdido de hojas y de niños que juegan alrededor de él. Por favor llega tarde, para saber que eres tú”. Colgué abruptamente, me tomé el rostro tratando de encontrar en mis labios, aquel vago recuerdo del sabor de los tuyos. Casaca en mano, bufanda en el cuello, dejé atrás la casa, cuál en algún momento fue nuestro más cercano lugar a un edén de cemento. Llegué a aquel viejo árbol, plagado de recuerdos y de ausencias. “Malditasea. Me dije a mi mismo. Que mi terrible cerebro jamás experimenta el llevar el tiempo. Llegué temprano”. Por miedo a que no llegaras traté de encontrar algún arbusto, vetusto, para poder refugiar mí magullado cuerpo de los años. La única sombra disponible, la daba aquel viejo árbol. “No te muevas más. Sabía que llegarías a tiempo, por favor no voltees, reconoces mi voz, ronca más ronca que todo el mundo, la reconoces a kilómetros de recuerdos”. Atiné a no voltear, atiné a solo escuchar para recordar aquellos momentos que pasamos en un lugar llamado. Aquel viejo árbol.
Nos daba la tarde, sentados mirándonos el uno al otro, nos tomábamos de la mano para darnos más abrigo. Era un invierno infernal. Habíamos terminado de encadenarnos desnudos el cuerpo del uno al cuerpo del otro. Nos habíamos olvidado de lo cansados que estaban nuestras ansias y de lo derrotado que encontrábamos hacer chistes acerca de nosotros. Te levantaste de la cama, dejaste ver tu espalda desnuda, cuál callejón que recorre hasta la el final de la pradera. No volteaste a mirarme, te sentaste, la luz dibujaba la sombra de tu cabellera azabache crespo, desnuda, cuerpona. Te peinabas, movías tan maravillosamente tu cabeza de un lado al otro. Movías la muñeca de tu mano. Emanabas tanto placer que verte desnuda era una bendición. Me levanté, te cubrí con mi camisa azul, mi favorita camisa azul, aquella de azul cielo, comprado al por menor en algún sitio donde una jovencita, quien puso de manifiesto todos sus recursos para vendermelo. Los recursos y la señorita terminaron por convencerme. Me diste un beso en cada mano. Me diste otro beso en los labios, sentí tu aliento a mujer y tu fragancia a fragmentos de amor y deseo. “No escapes, no escapes de aquello llamado, nido de amor, rotundamente, nido y no rotundamente amor. No escapes de tus acentos, de tus ojos, no escapes de tus placeres y de tus pechos aventureros, víctimas de la gravedad. No escapes de mis brazos de acero, con armadura de rosas. No escapes del vapor que me provoca hacerte mía. No escapes de mí, porque siempre me llevarías contigo”. Ni bien terminé de decir todo esto, te paraste para darme el beso con sabor a pasión, más beso que pasión y más pasión que beso. Traduje tu lenguaje corporal. Caminé a la cocina, preparé dos cafés. Nos sentamos a mirarnos el uno al otro a llenarnos de mimos y caricias mustias, más mustias que caricias carajo.
Luego te atrapó el tiempo, te vestiste rápido y lento, en cada prenda puesta era cada centímetro de tu alma descubierta. Partiste con prisas a clases. Me quedé a escribir todo lo ocurrido, el tiempo pasó rápido. Ya había llegado la noche a tocarme la puerta y entrar sin avisar. Junto con ellos llegaste tú, con un andar lento, con un andar pesado. Supe que algo te había pasado. “No suelo predecir el futuro porque me resulta terrible, pero sí hay algo que te está pasando y pesando, tobe or no tobe”. “Cuando llegué a clases, todos mi miraban, pensé que de tanto irradiar belleza se notaba demasiado o que llevaba puesta tu ropa por un encantador error provocado. Pero me equivoqué, no tenía nada tuyo más que el olor a tu cuerpo, fragancia varonil sin perfume. Todos mi miraban y con cada par de ojos culpaban mi culpa desconocida. Me di cuenta que algo había pasado. Alguien me contó que mi madre había llegado a preguntar por mí. Exagerada, bellísima y encantada, más enojadísima que bellísima. Más exagera que Martín Romaña, más despistada que Carlitos Alegre. Quise ubicarla y también quise pederla de mis recuerdos porque quitaban los tuyos”. Luego me dijo que su madre le había prohibido prohibirle pensar en mí, le había prohibido vivir, porque sin mi aliento no respiraba. “Pero como pudiste escaparte y estar aquí ahora contándomelo todo y todo”. Me dijo que no había escapado por su voluntad, sino que había tirado los libros al aire, el mandato de madre al diablo, y haber dado vuelta a su cintura, tremendamente endemoniada y perfecta, e irse corriendo, cuál víctima del viento y de la desesperación. “Tus padres deben de estar buscándote y seguro no tardan en llegar. Será mejor salir de aquí lo más antes posible”. Me abrazaste más fuerte que nunca, rompiste mis hombros en llanto. Sentía cada lágrima tuya caer y hasta escuchaba como rodaba por tus rosadas mejillas. Te tomé del rostro, y me enrumbé en un río de lágrimas para desnudarte la mente aparejo del cuerpo.
Estábamos caminando, luego de haber dejado atrás nuestro nidito de amor, más amor que nidito. Me tomabas fuerte de la mano, en cada esquina te asegurabas de que no me faltase ningún beso, ningún cariño, ninguna tocadita por aquí y por allá, “más abajito, más suavecito”. Entramos a tomar café. Pediste cigarrillos, con solo alzar la mano. Era un placer verte fumar, verte temblar. “Quiero casarme contigo”. Escuché de tu garganta pronunciar. Un terrible terremoto en mi estómago sentí de pronto. Me quedé callado por unos instantes. “Te acabo de decir, que quiero casarme contigo”. Me paré de la mesa y salí a fumar. Me seguiste cuál fiel servatillo sigue a su madre. “Te repito una vez más, quiero que te cases conmigo, quiero que solo la muerte nos separe, quiero abrir los ojos por la mañana y verte dormir, quiero dormirme siempre en tu pecho”. Te tomé de la mano, te besé los labios, te dije que yo no quería casarme contigo, porque no era necesario hacerlo para decirte que quiero pasar el resto de mi vida contigo. “Quiero enseñarles a mis padres, que tengo la capacidad de amar y darlo todo”. “Entonces, quédate conmigo y no te separes de mí, ni un instante más, amor”.
Las primeras luces nos avisaron que estaba por amanecer, escondidos de tus padres regresamos a nuestro, amor nido, con tu voz más ronca que ronca y que todo el mundo ronca. Nos tendimos en la cama para dormirnos de placer y lujuria. Perdí las ocasiones y el tiempo se nos esfumó de cada uno. Nos dió la tarde. Y el sonido de la puerta nos pegó un brinco casi olímpico, acreedor a una medalla de amor y de oro. “Mariela, abre la puerta…sé que estás ahí, sé que estás con ese bueno para nada. Abre la puerta o la tumbo a golpes”. Abriste la puerta con una respiración casi heróica, a premio de eso recibiste una bofetada que cambió, instantáneamente el color de tus rosadas mejillas. Como Quijote sin Sancho Panza y con el alma de Saavedra, di un brinco de un Tigre, como si fuera a cazar su presa. La presa era tu padre y no quería comérmelo, sino molerlo a golpes. No llegué ni a la mitad de mi destino cuando sentí estrellarse tamaño puño en mi ya aguileña nariz. Caí derrotado y sentí que tu madre entró a contarme el reglamentario: “dos, tres, cuatro…ocho, nueve y diez. Fuera”. Pude, de manera inconmensurable, abrir un ojo y darme cuenta que tu padre te llevaba, cuál rescate de una víctima de un incendio, llamado amor.
Pasaron dos días. Llamada tras llamada no sabía nada de ti. Al tercer día de no verte, hidalgamente fui a tu casa, a prenderme, esta vez con más astucia y menos torpeza, a golpes si era necesario con tu Tyson Padre. Me atendió alguien vestido de pingüino con cara de monje. Pregunté por ti. No tenía razón de la razón. Sentí, en ese preciso instante que algo me estaba levantado y empecé a volar por los aires y fui a darme de bruces con tu césped chino, con tu césped de miles de soles. Mi pobre frente experimentó lo esponjoso de tu césped. “No te quiero ver por aquí”. Escuché de la voz más ronca que ronca que todo el mundo y seguro él cuando duerme ronca,era tu padre. Y así el tiempo fue pasando.
Inventé las mil y un maneras de poder verte. Las mil y un estrelladas con tu césped, tu pared, tu vereda. Incluso en la enfermería sabían que cada cierto tiempo una traviesa herida, según yo hecha jugando, se abría cada cierto tiempo y necesitaba ciertos puntos. Derrotado de guerra y batalla, me incliné ante tu señor padre y dejé ganar su batalla después de largos diez meses de buscarte y estrellarme. Sentado en un café, te recordaba. Hoy te veo bajo aquel árbol desnudo hablándome.
“Recordaste todo, recordaste las miles lágrimas que derramaba al no verte”. Rompí el hechizo y voltee a verte. Vestías una blusa celeste, color cielo, llevabas mucho maquillaje, tenías unos jeans gastado de gastar, tenías las uñas pintadas, divisé en un peculiar dedo llamado anular, un aro del color más dorado que el sol. “Me casé sin saberlo, tuve Luna de Miel, sin ser dulce. Desperté enterrada en mi dolor y no en su pecho, pinté su nombre con el dolor de mi olvido. Hice el amor con el olorde tu cuerpo”. Le dije que al momento de escuchar su voz por el teléfono sentí que la vida había regresado, pero sentí que el destino me puso una grieta del tamaño desconocido de la memoria. “Sabía que te ibas a casar. Un día antes tu padre vino a buscarme para decírmelo todo. Me contó que siempre te oía llorar de noche, de día y de tarde. Me dijo también que a pesar de todo se dió cuenta que lo nuestro era amor, pero que no podía permitir que te casaras conmigo. Me contó de tu viaje a un tierra llamada aquel viejo árbol, ahí mismo sería tu Luna de Miel”. Me recriminó cada palabra a bofetadas, cada lágrima mía era una bofetada y un beso para calmar el dolor. En la misma mejilla de la bofetada se acurrucaba un tierno beso. “Sabías todo eso y por qué no me detuviste, por qué no hiciste algo para impedirlo, donde quedaron aquellas tardes donde éramos uno solo”. La miré con los ojos inundados de dolor. “Sí te detuve, todos los días desde hace cuatro años te detengo, todos los días me he venido a sentar a este viejo árbol a recoger mis lágrimas, todos los días incansablemente tomo el café y me siento en el mismo sitio de siempre y siempre pido dos cafés. Y hoy te diste cuenta que te detengo todo los días”
Luego de aquel encuentro, ambos amantes, encadenaron sus almas al placer de verse desnudos día a día. Fuera del abismo llamado padre y con mancha insignificante en la prenda de sus vidas llamado destino
Jesús Ramírez Valdivieso
Aquel viejo árbol